viernes, 28 de octubre de 2016

Capítulo 17

- Su nombre era Edward y era el chico más maravilloso que podía haber conocido nunca. De hecho, supe que iba a ser mi compañero de vida durante mucho tiempo desde el primer día que lo vi, ahí sentado, en una banca de roble. ¿Sabes que la Risueña era el antiguo centro dónde se estudiaban las carreras universitarias? Pues es justamente en la sala que llamáis Refugio donde yo impartía clases.
El corazón me palpitaba con furia cada vez que lo veía, y era muy inevitable sonreir cuando nuestras miradas conectaban. ¡Qué estúpida yo sonriendo por él! Pero lo cierto es que por aquel entonces era solo una adolescente con muchas ideas en la cabeza, y una enorme cantidad de sueños por cumplir.
Era tímido y me costó mucho tiempo poder averiguar su nombre, o quizá no era tímido, y sólo prefería no intercambiar palabra alguna conmigo. Lo cierto es que fui una pesada y me sentaba todos los días a su lado en clase. Si tenía que rechazarme, que lo hiciera, aunque no estuviera preparada. Pero de mientras tanto, prefería seguir intentándolo una y otra vez más.
Aún recuerdo el día que decidió abrirse a mi. Más bien lo que vino a hacer fue invitarme a una quedada que habían hecho él y algunos amigos para debatir sobre temas políticos. Al principio me asusté: "¿hablarán de mi padre?" pensé por un momento, pues mi padre llevaba mucho tiempo siendo el primer presidente del Consejo Supremo, pero como no era más que una niña enamorada, no me importó tener que ir a escuchar barbaridades, sólo si estaba cerca de él.
Afortunadamente, mis temores sólo fueron ideas que se desvanecían, al igual que lo hace una mota de polvo con el viento. Me sentía muy agusto allí e incluso hice nuevos amigos, como ejemplo, Tiana, una chica que trabaja como tabernera en la plaza principal, Margot o Saúl.
¡Y por fin llegó el día que tanto deseaba! Tras varios meses acudiendo a esas entrevistas o reuniones secretas, me acompañó a casa. Allí fue cuando sentí lo que es estar enamorada tan de cerca. Me besó. Introdujo su lengua en mi boca y yo no supe hacer otra cosa que seguir el mismo movimiento de sus besos. Lo quería para mi, y desde ese momento, no sabría qué hacer si él decidía no acercarse más a mi persona.
Nos llevamos toda la madrugada sentados en la tierra, justo enfrente de casa. No me importaba que la mujer de mi padre o él mismo se asomaran a alguno de los ventanales de mármol barroco y me vieran entregando todo el amor que había dentro de mi a la persona que más deseaba en ese momento. Aun que dijera que no me importaba, sí era cierto que prefería que nadie visualizara nada.
Cuando llegué casa a la mañana siguiente, todo fueron preguntas. Incluso las propias criadas se encontraban interrogándome, como si de un peligroso delincuente me tratara. Comprendía que no eran horas de volver a casa. La esposa de mi padre me propinó una bofetada, y fue en ese momento cuando estallé de furia y corrí a acudir a la sala de reuniones de mi casa, dónde a menudo mi padre se reunía con el resto de presidentes del Consejo Supremo.
Siempre fui la debilidad de mi padre, y sabía con antelación que él me pondría por delante de cualquiera. Cualquier padre se hubiera enfurecido enormemente al ver que su hija se encontraba interrumpiendo una reunión importante. Pero ese no era mi caso. Me abrazó fuertemente, revolviendo mi cabello ondulado y pospuso toda aquella reunión para más tarde. Me sentía aliviada y a salvo. Si bien podría decir que mi corazón lo ocupaban las dos personas más importantes en mi vida: Edward y mi padre, Súlimo de Niotramm.
Mis encuentros con Edward cada vez eran más frecuentes. Su cabello moreno revuelto me enloquecía, pero sobre todo, lo que más me cautivaba de él era su mirada tan cargada de sinceridad y de buenas intenciones. Supongo que la gran parte de cosas que sé ahora se las debo a él. Edward me enseñó el significado de la palabra luchar, de la palabra resistir, y también de la palabra mejorar. Pero sobre todo, me enseñó a ponerlo en práctica.
Vivía en una residencia de estudiantes, como la mayoría de los habitantes de Niotramm que eran universitarios. Un día,  decidió enseñarme su habitación y ahí, en ese preciso instante, ocurrió aquello que tanto había deseado desde la primera vez que lo conocí. En un diminuto camastro dónde no cabíamos ninguno de los dos, fue cuando entregué mi cuerpo por primera vez. Tuvo la mayor delicadeza del mundo conmigo. Me acariciaba y me besaba analizando delicadamente mi anatomía, y me insistía constantemente en que le avisara en el momento en que me estuviera haciendo daño. No sentí placer en todo el acto, pero sí era cierto que era de las cosas más bonitas que habría experimentado nunca.
sucesos así ocurrieron centenares de veces y cada vez con más frecuencia. No podría definir cuál fue el momento más mágico de todos los que he vivido con él, pero supongo que fue aquel en el que descubrí que no me bajaba el período y que podía tener una única y clara consecuencia: estar embarazada.
Acudí a una bruja muy famosa en Niotramm y terminó por confirmarme la noticia. Me sentía extraña, y a pesar de no llevar más de tres semanas de embarazo, ya podía observar numerosas diferencias en mi cuerpo.
Sentía un cúmulo de sensaciones al mismo momento. Por una parte, estaba enormemente feliz, pues no podía haber mejor noticia que ser madre de uno de los seres que más iba querer en toda mi vida, pero por otra parte, el hecho de no estar casada y de que nadie supiera nada sobre mi relación amorosa con Edward me entristecía profundamente.
Pasé varias noches yéndome a la cama sin probar bocado. Las náuseas ya comenzaban a hacer sus primeras apariciones en mi cuerpo y mis senos se agrandaron un poco.
Una semana después, Edward y yo contraímos matrimonio. sin embargo, recuerdo ese día como uno de los más tristes de mi vida, sólo por el hecho de que durante toda la ceremonia, sólo pensaba en cómo podría comunicarle todo ese cúmulo de noticias a mi padre.
Aún recuerdo su cara cuando vio por primera vez a Edward. De hecho, lo comprendía y sigo comprendiendo a día de hoy. Su rostro cabizbajo y su mirada reflejaba una tristeza infinita. Se sentía dolido, pues él ya no sería el único hombre que ocupara mi corazón, ni tampoco había sido el primero en enterarse de ello.
Pero no puso impedimento alguno. Dijo que se alegraba de nuestro enlace, pero algo en lo más profundo de mi mente me decía que me estaba mintiendo. Supongo que mi padre me engañó por mi propia felicidad.
A pesar de estar casados, Edward y yo no nos fuimos a vivir juntos. Yo me encontraba encerrada en cuatro paredes de piedra repletas de humedad, sin poder salir de allí, debido a un sangrado que sufrí durante el embarazo. Fueros los meses más terribles de mi vida. Lloraba desconsoladamente a todas horas. ¡Quería ir a pasear, a inundar mis pulmones de aire puro, a beber agua del lago!
Los meses se me pasaron muy lentos, y sobre todo, porque sólo veía a Edward una o dos veces por semana. Me revolvía en las sabanas color carmesí de mi cama, presa de los nervios y de mi ira por terminar con toda aquella situación. Creí que iba a volverme loca cuando me reflejaba en un espejo con decoraciones doradas de mi habitación y podía observar como mis caderas se ensanchaban y mis senos se redondeaban cada vez más.
Una madrugada, un dolor punzante interrumpió mis sueños. No pude evitar gritar. Acudieron en mi busca y vieron un terrible charco de sangre justo debajo de mi. No logro recordar si fue peor el dolor físico que el emocional.
Llamaron a un doctor. Había que anticipar el parto, sino mi vida o la del bebé corrían peligro. Papá acudió a mi al instante, abrazó mi cuerpo y beso mi sudorosa frente con fuerza. "Todo va a salir bien, no tengas miedo". Sabía que en los brazos de mi padre nada malo podría ocurrirme. En unos largos minutos, apareció Edward sudoroso, como consecuencia de haber venido apresurado. El rostro de mi padre se entristeció en el momento que lo observó desde la puerta. No comprendía porque la presencia de Edward molestaba tanto a papá.
Fueron las horas más largas que unas manecillas de reloj pueden marcar. Gritaba desesperada, pensé que no conocería nunca al bebé que estaba por nacer. Apreté los dientes con furia, resistiendo al dolor y querer ganarle la batalla. Cuando creí que no podía más, un llanto desgarró aquel cielo en madrugada y todos suspiraron aliviados. Edward sonrió y fue el primero en sostenerla en brazos. Yo cerré mis ojos, no tenía la suficiente fuerza para abrirlos, me pesaban enormemente. Lo que ocurrió después, no lo sé. Recuerdo que me desperté y ahí estaba mi padre, con un bebé en sus brazos. Sonrió apartándome un mechón ondulado de mi cara. Abrí un ojo y luego el otro. Estaba repleta de energía y no me explicaba el por qué. "Es una inyección que te hemos puesto para que te pongas fuerte" respondió mi padre al mismo tiempo que depositaba el bebé en mis brazos.
Me emocioné cuando vi su carita por primera vez. Una niña con un sólo mechón de cabello rubio que presidía su frente, y de unos impactantes ojos color océano. Mi hija me saludó sonriendo y yo no supe darle otra contestación que unas lágrimas de felicidad.
Sin embargo, a partir de ese momento, las cosas empezaron a volverse insostenibles. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando Edward me dijo que me tenía que sacar de las garras de mi padre.
Enarqué una ceja enfadada. Mi padre era el hombre que me había dado la vida. Amaba a mi padre. ¿Cómo podía estar diciéndome eso? Pero lo más curioso fue que a partir de ese momento, papá también comenzó a mostrar unas especulaciones negativas sobre mi marido. ¿Cómo podía ser que a las personas que mas adoraba no podían llevarse bien?
"¿No crees que ya es hora de formar una familia e irnos a vivir juntos?" me preguntaba constantemente Edward, y en cierta medida, tenía razón. Jamás había despertado junto a él, amaneciendo con los primeros rayos de luz del ámbar y con el increíble resplandor de su sonrisa. En cierta medida, ya estaba casada con él y teníamos en común una hija en el mundo. Teóricamente, que tuviéramos nuestro pequeño hogar, era lo más normal que podía suceder. Sin el consentimiento de mi padre, decidí lanzarme a esta nueva aventura.
lo que viene después puedo calificarlo como "los momentos más mágicos e inolvidables de mi vida". No puedo extraer nada malo de todo aquel tiempo. Fui la persona más feliz del mundo. En casa sólo se respiraba amor.
Cuando Laila cumplió los trece años, volví a quedarme embarazada. Pero sin embargo, lo peor sólo estaba haciéndose derogar y llegaría en cualquier momento. tras varios meses de gestación, perdí al bebé y toda la ilusión que tenía acumulada en mi interior.
Fue justo en ese momento cuando observé el rostro de Edward. su cuerpo tan atlético estaba mostrando los primeros síntomas de su desaparición,  su cabello oscuro rebelde se encontraba surcado por una tonalidad plateada. Acto seguido, me reflejé en el espejo. No había cambiado nada desde hacía trece años, y las culpas, se las eché a la genética.
Pero sin duda, el momento más triste de mi vida ocurrió el día del vigésimo cumpleaños de Laila. Edward cayó enfermo y apenas podía sostener la mirada sin cansarse segundos después. Pasé muchas noches mojando paños húmedos y refrescando el sudor de sus sienes. No me quería dar por vencida, tenía que curar a mi marido como fuese, a pesar de la negativa de todos los médicos, los cuales decían que no soportaría una noche más.
Pero siempre superaba la noche anterior, aunque al día siguiente amaneciera más dolorido que de costumbre. Entonces comprendí que Edward no se quería ir, pero que tampoco tenía fuerzas para seguir luchando. Me senté junto a él y le dije: " si deseas irte, hazlo mi amor. No te preocupes por nosotras, queremos lo mejor para ti y si tienes que marcharte de nuestro lado, puedes hacerlo. Que nada te mantenga atado a nosotras."
Edward me miró una vez más, y los últimos ápices de fortaleza los usó para tomar mi mano. Me miró, con una mirada oscura inundada de lágrimas y con el único hilo de voz que le quedaba me respondió:
 - Eres la persona más increíble que he conocido en toda mi vida. Gracias, porque nunca he sido más feliz que hoy.
Edward suspiró profundamente y su corazón dio su último latido. Aquella mirada tan cargada de magia y honestidad se mantuvo perdida en algún punto de la habitación, siendo el reflejo de aquellos ojos que me miraban como jamás me había mirado nadie. Edward no deseaba marcharse, pues no quería permanecer en el olvido y lo que no sabía, que para mi el olvido no existe y que siempre sería esa utopía que jamás podría alcanzar.
En ese preciso instante me percaté en algo que no me había dado cuenta nunca antes. Edward tenía por aquel entonces cuarenta años, y aunque su mirada sigue siendo la misma, su rostro no tenía nada en absoluto que ver con el que yo conocí veintiún años atrás. Fue el momento en el que decidí pasar por el que siempre había sido mi hogar, y preguntar a mi padre el por qué mi hija tenía una apariencia más adulta que yo.
Recorrí todos los recovecos del palacete dónde se reunían tan a menudo el Consejo Supremo. A pesar que hacía veinte años que mis pies no pisaban aquella alfombra roja tan rasposa y poco mullida, ni que mi delicado olfato apreciara el olor a polvo y a antiguo, no podría jamás olvidar ninguno de todos los escondites que poseía ese palacete.
Cuando abrí aquella majestuosa puerta decorada con motivos dorados, descubrí algo que me dejó estupefacta. Era mi padre. Y sabía que era él porque a pesar de que no lo veía desde hacía veinte años, seguía siendo la misma persona con el mismo físico.

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